El alcohol, cuando se consume en exceso, deja de ser algo social o relajante y se convierte en un problema real. Al principio puede parecer inofensivo, incluso divertido, pero poco a poco empieza a afectar el cuerpo, la mente y las relaciones. Se va perdiendo el control sin darse cuenta, y lo que parecía una forma de escapar del estrés o de la rutina termina generando más problemas de los que resuelve.

Las consecuencias no son solo físicas, como el daño al hígado o los cambios en el comportamiento, también hay un impacto emocional fuerte. El alcohol puede alejarte de las personas que quieres, afectar tu trabajo y hacer que tomes decisiones que normalmente no tomarías. Lo peor es que muchas veces el daño aparece cuando ya se ha vuelto difícil parar.

Reflexionar sobre esto no es para señalar a nadie, sino para entender que poner límites es una forma de cuidarse. No se trata de no beber nunca, sino de saber cuándo decir “ya es suficiente”. Al final, la vida se disfruta más cuando se vive con claridad y en equilibrio.