El acoso cotidiano que enfrentan niñas y mujeres no es solo un problema individual, sino un reflejo de una estructura social profundamente desigual. Cada día, miles de mujeres lidian con situaciones de hostigamiento, desde comentarios indeseados hasta agresiones físicas en espacios que deberían ser seguros: la calle, el transporte público, el trabajo. Estos actos de violencia no solo afectan la salud física y emocional de las víctimas, sino que perpetúan una cultura de silencio y normalización de la violencia de género.

Desde temprana edad, las niñas aprenden a modificar su comportamiento, su ropa, su forma de caminar, todo con el fin de evitar ser objeto de acoso. Pero, ¿por qué la responsabilidad recae en ellas? La verdadera pregunta debería ser: ¿cómo hemos llegado a una sociedad que justifica estos comportamientos como parte del «sistema»? La culpa no está en la víctima, sino en un sistema que permite que este tipo de violencia se perpetúe sin consecuencias significativas.

A pesar de los avances legales en muchos países, las denuncias por acoso son frecuentemente minimizadas o desestimadas. Las mujeres no solo deben sobrevivir al acoso, sino luchar contra la indiferencia institucional y social. El verdadero cambio no puede limitarse a enseñar a las mujeres a defenderse, sino que debe involucrar una transformación cultural, en la que el respeto y la igualdad de género sean la norma, no la excepción. Mientras no abordemos esta raíz estructural, seguiremos atrapados en un ciclo donde el acoso es la regla y no la excepción.