Desde aquel día de 2013 en que fue elegido Papa, Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, se convirtió en mucho más que un líder de la Iglesia, fue un faro de esperanza, un pastor cercano y un corazón abierto al mundo. Hoy, tras su partida, el eco de su humildad, su compasión y su valentía sigue vivo en millones de almas.
Llegó al Vaticano sin ostentaciones, con el alma sencilla y una firme decisión de servir. No necesitó coronas ni tronos para hacerse escuchar; bastaron sus gestos, sus silencios elocuentes y su inquebrantable fe en los más pobres, los olvidados, los descartados. Francisco no solo predicó el Evangelio: lo encarnó.
Abrazó a los heridos por la vida, denunció la injusticia con ternura firme y caminó siempre del lado de los que sufren. En tiempos de confusión y fractura, fue un puente. En momentos de oscuridad, fue luz. Se atrevió a incomodar, a renovar, a amar sin condiciones. Fue, sin duda, un Papa del pueblo.
Su partida deja un vacío inmenso, pero también una huella profunda e imborrable. Su vida fue un testimonio de que la fe puede ser cercana, humana, comprometida. Que la Iglesia puede y debe mirar a los ojos, tocar heridas y tender la mano.
Te has ido, pero tu ejemplo sigue caminando con la comunidad católica, apostólica y romana.




