En uno de los libros que Enrique Peña Nieto olvidó y/o confundió, en aquella aciaga Feria Internacional del Libro del 2011, de título “La Presidencia Imperial”, Enrique Krauze nos narra que, en 1937, el entonces procurador de justicia del Estado de Puebla, se encontró con un grupo de pasantes en derecho, a los que ofreció trabajo de agentes de Ministerio Público, con la única condición de que se recibieran, en no más de tres meses posteriores a la invitación.

Uno de los presentes, le tomó la palabra al procurador y, siendo el alumno brillante y destacado que siempre fue, logró recibirse como abogado por la entonces llamada Universidad de Puebla (hoy BUAP), dentro del lapso pactado con el entonces procurador.

Así fue como un joven Gustavo Díaz Ordaz, llegó a la ciudad de Tlatlauquitepec en el Estado de Puebla, a encargarse de la procuración de la justicia en la región, a través de su cargo como Ministerio Público.

Poco he encontrado en los libros de historia, en los que se relaten las circunstancias respecto a este periodo de tiempo en el que Díaz Ordaz vivió en Tlatlauquitepec.

Seguramente, todavía habrá personas que conozcan, o inclusive que recuerden, sobre la casa que habitó o si disfrutaba la gastronomía y el clima del lugar.

Lo que sí ha sido de mi conocimiento a través de relatos de historias urbanas, es sobre una peculiar anécdota, respecto a la cual he escuchado varias versiones, como es natural en las historias que pasan de boca en boca entre la población de diversas generaciones. Sin embargo, a efecto de no errar, la narraré con el mínimo de detalles.

Resulta que el joven abogado Díaz Ordaz, se encontraba en el ejercicio de su cargo como Ministerio Público, cuando llegó un reconocido abogado en la región, a efecto de dar trámite a alguna de sus Averiguaciones Previas.

Con el objeto de que su asunto caminara más rápido, o incluso para verse beneficiado en alguna resolución, el reconocido abogado ofreció al joven Ministerio Público, lo que en el bajo mundo de las oficinas de gobierno se conoce con el nombre de “impulso procesal” o coloquialmente denominada como mordida o soborno.

El joven Díaz Ordaz le contestó ofendido que él no operaba a través de ese tipo de corruptelas y despreció el ofrecimiento. Ante dicho inusual comportamiento, indignado, el abogado le reviró al Ministerio Público, que era un idiota, que no entendía cómo funcionaban las cosas y que así no llegaría a ningún lugar en la vida.

Le tomaron veintisiete años al joven “idiota” para ser presidente de la República (probablemente uno de los más impopulares en la historia de nuestro país).

Sin duda resulta una anécdota interesante, pero no se puede descartar que, si el joven Díaz Ordaz hubiera aceptado ese soborno, tal vez la historia de México hubiera tenido un desenlace totalmente distinto, incluso tal vez el joven abogado, hubiera acabado sus días en la Sierra Norte.