Pedro Arturo Aguirre

Las actitudes de López Obrador tras la tragedia del Metro de mandar “al carajo” la posibilidad de visitar a los heridos en el hospital y acompañar a los deudos de las víctimas mortales y -para mayor escarnio- subir a las redes sociales un video suyo saboreando una “suculenta tlayuda” son muestras claras la creciente falta de empatía del presidente ante las desgracias de sus gobernados. Ello se suma, por ejemplo, a la indiferencia mostrada por este mismo personaje ante el drama de los quemados de Tlahuelilpan y ante las (por lo menos) 220 mil muertes por Covid. Tanta frialdad nos hace cuestionar la salud mental del caudillo de la IV Transformación. Narcisismo y poder, predominio y locura: los lóbregos entresijos del liderazgo. El destacado político y neurólogo británico David Owen publicó hace algunos años un libro que se ha convertido en un clásico Hubris Syndrome (titulado En el Poder y en la Enfermedad en su versión en español). La hubris entendida como la excesiva egolatría, orgullo exagerado, desdén por la suerte de los demás y aunque tiene rasgos comunes con el narcisismo, en realidad es un fenómeno todavía más agudo.

Para los griegos cada persona tenía en sí misma una dosis de felicidad y tristeza, de éxito y fracaso inapelablemente asignada por los dioses y la fatua pretensión de modificar esa ración era la hubris, la desmesura de quien se atreve a desafiar a la divinidad y, por lo tanto, era gravemente castigado. Esquilo decía que los dioses restringían el éxito de los mortales y enviaban una maldición de hubris a quienes se sintieran a la altura de sus poderes. La pena muchas veces venía en forma de una enfermedad que acarrearía el derrumbe y la autodestrucción del ufano. Owen identifica a la hubris como un trastorno en quienes ejercen posiciones relevantes de mando. Constituye un síndrome por ser “un conjunto de síntomas evocados por una causa específica: el poder”. Por supuesto, en los dictadores es una desviación mucho más común por concentrar estos sujetos demasiada autoridad en su manos de manera abusiva, pero los líderes de las democracias no están exentos de padecerlo. Los líderes víctimas de hubris presentan características muy significativas, y algunas de ellas están presentes en el caso de nuestro Peje.

Por ejemplo, Owen nos dice, entre otras cosas, que los enfermitos de hubris “perciben al mundo exclusivamente como un lugar de autoglorificación lograda a través del ejercicio del poder”, por eso tienden constantemente a orientar sus acciones a la exaltación de la propia personalidad. También suelen exhibir “un celo mesiánico y apasionado en el discurso”, identifican su propio yo “con la nación o con el pueblo”, aman utilizar en su oratoria el plural mayestático “nosotros”, carecen de empatía, presumen que sólo pueden ser juzgados “por Dios o por la historia” y están seguros de que serán reivindicados en ambos tribunales. Obviamente, estos hombres de poder terminan por extraviar el sentido de realidad y se vislumbra a partir de ese momento su destrucción al recurrir con cada vez mayor frecuencia “a acciones inquietantes, impulsivas e imprudentes que los vuelve incompetentes en la ejecución política y administrativa”. Cualquier coincidencia con la situación actual mexicana, pues…

Desde luego, Owen no es, ni de lejos, el primero en hablarnos sobre los trastornos mentales de los poderosos. De ello hay testimonios desde el Génesis y la Iliada. Shakespeare los plasmó en varias de sus principales obras, sobre todo, en Ricardo III y Macbeth, quintaescencia de los tiranos. Pero también en Coriolano, Julio César y personajes como el duque de York, Jack Cade, Saturnino (el emperador sádico de Tito Andrónico), Ángelo, (el funcionario corrupto de Medida por Medida) y el paranoico rey Leontes de Cuento de Invierno. Más recientes son los estudios sobre las determinaciones psicológicas del liderazgo en la obra de Sigmund Freud y de autores contemporáneos como Jerrold Post y Malcolm Gladwell y Ruth Ben-Ghiat (con su libro Strongmen). De hecho Roy Porter, en su obra A social history of madness: stories of the insane (Una historia social de la locura: historias de locos) llega a la interesante conclusión de que “La historia de la locura es la historia del poder”.

La hubris puede afectar a cualquier persona dotada de autoridad excesiva y se encuentran ejemplos en campos tan dispares como el deportivo, el artístico, el empresarial, el religioso, etc. Pero con los políticos la cosa suele ser más grave porque sus malas decisiones, sus empecinamientos y obsesiones afectan a millones de personas. Un líder intoxicado por el poder puede tener efectos devastadores en naciones enteras y así ha sucedido a lo largo de la historia. Los casos se cuentan por centenas. Por eso es indispensable crear un clima de opinión tal que los líderes estén obligados a rendir cuentas estrictas de sus actos. Ese es el único antídoto eficaz contra la hubris de los gobernantes, por lo menos en sistemas democráticos. Dirigentes delirantes deben ser contrarrestados con equilibrios institucionales y sentir la obligación de aceptar las restricciones. Incluso Owen y muchos de los especialistas que se han dedicado al tema sugieren que médicos y psiquiatras colaboren en diseñar leyes y procedimientos para diagnosticar clínicamente actitudes nocivas de líderes demasiado narcisistas y acotar, en la mayor medida posible, el daño provocado por la hubris. Pero todas estas lecciones, dueñas de valor universal, se tropiezan en el actual caso mexicano con infaustas realidades como el desequilibrio de poder, el culto a la personalidad y un presidencialismo cada vez más caudillesco.